viernes, 15 de abril de 2022

Amor y muerte en tiempos de contagio.

 

Foto por Julio Bravo.


Más de un cuerpo muere en la novela

Julio Bravo 



Una tempestad de prosa contundente; una lluvia oscura novelada. Guarda el ritmo y gota a gota de la letra en letra con la que deleite histórico, la escritora, nos introduce al París de la Edad Media por un trueno suscitado en la catástrofe. Es un tirón en las entrañas del estómago del alma, es negrura y es dolor; es podredumbre que respira quien se sospechaba sano. Un llamado para repensar el mundo y la humanidad desde los tiempos de contagio. Un vislumbre anímico para saber quiénes somos nosotros: la mujer, el hombre, los animales y nuestro hábitat; nuestros conceptos, nuestra violencia, nuestra injusticia y el socarrón defecto de olvidar las buenas causas. Novela que es la herida, es agonía ajena que también es mutua, que así a todos nos sangra. Hazaña enorme consigue Verónica Murguía con El cuarto jinete.

Foto por Julio Bravo.



Nunca se halla tregua para lector; todo se derrumba en el origen y propagación de la plaga. Todo muere y se confronta con la ignorancia, contra los huecos negros de la mirada de la extinción. Todo se pudre y comienza la soledad desértica, la amputación de los viajantes en las calles; los cuervos toman como picaderos de ojos pestíferos aquellos comederos en lo que se han convertido las plazas. Los conventos, los hogares del pobre; y hasta las alas pomposas del castillo del rey fallece el infectado. Inicia el confinamiento; encierro en las casas, encierro en la mentalidad moral, ética, religiosa y cultural con la que cada parisino experimentó en sociedad esa rapaz e inexorable peste bubónica; de una plaga que enferma, plaga que agazapa y contamina la salud, que hace padecer. El desfile de personajes es intenso; entes novelados inhalando el hedor de la muerte, personajes que incluso con vapores mortíferos emanados por grietas en la tierra, ninguno, jamás se rinden. El clamor con el que cada uno se expresa, opera en orquesta un mecanismo pictórico por el cual la historia abre paso a Pedro de Hispania y el aprendiz Guy de Cummings, ellos dos, como columna vertebral de la novela; aquellos dos como la carga dramática que los entregará a ser los cuidadores de los apestados; con aquel pañuelo humedecido en vinagre cubriendo la boca; espantando con vinagre el asco y la repulsión en continua colisión de vómito.
       El arribo incrédulo: la tienta a ciegas de las mentes en los albores científicos de los campos de la medicina medieval, para auxiliar siquiera, con un poco de conmiseración al entonces infectado; para poder admirar a quien tiene la firmeza de curar, de ayudar; de ser alivio y ser amor para quien sufre enfermedad. Es decir, los acontecimientos de la mortandad de la peste negra se narran con una velocidad extraordinaria, extrañamente precisa. Lo que parecieran recovecos en la historia son para mí, un mar de letras y de duelo; una bella iluminación a lo que pudo haber ocurrido. Magnánimo vaivén poético, Murguía agrega a esta novela de diluvio; novela que nos lleva a una forma de vivir, una manera de mirar; de tocar y sentir lo que desde 1348 sacudió a partes de Europa. Pertinente será explicar que Verónica sitúa la novela en el 1350, dos años después. Con semejante acontecer, no se intuye otra atmósfera; ni más gris y putrefacta, ni más olorosa y abominable, que bajo ese velo en el que Murguía nos descubre cada hermoso rincón, cada redondo seno y falda levantada por el casanova; cada golpeteo de piedras en el camino y cada carne fétida al paso del enterrador y en cada labio reventado por la fiebre. Una ciudad diezmada y sus apestados; un Avignon que ennegrece por el virus. El planeta colapsa y la peste sigue avanzando invisible de cuerpo en cuerpo, de casa en casa; hay miedo y alterada fe para el comienzo de una nueva era; hay peregrinaje de exilio. Pero ante la desgarradura del ser, hay resistencia, esa rosa de luz en los corazones de las personas, esa flor de vida en el espíritu de los sobrevivientes.
       Aún así, los más grotescos abusos, las más bajas humillaciones, la idiosincrasia parisina. El ojo vigilante del mendigo que tiene hambre y le faltan piernas. Ni más ni menos que Verónica Murguía retrata con celeridad y nitidez, los sucios callejones; el bosque mágico e inabarcable del medievo francés con aquella carbonera como un ojo de fuego a punto de extinguirse, observando hacia el alba por si alguien viene y nos podrá salvar. Carbonera trémula que alumbra el cuerpo afiebrado con horrendas bubas de Jacques.

Foto por Julio Bravo.


 Sabemos de inmediato y con crueldad que los barcos cargaban con la muerte, que los jóvenes y los niños mueren en mayor cantidad que los viejos y que muchos otros quedaron vivos lamentándose; algunos más, han aprovechado para saquear y burlarse de las doncellas; comerciantes que desean a la posadera y confiesan el delito. Comida y ropajes e instrumentos adornan con sutileza y dan veracidad fúnebre al París de aquel suceso creído apocalíptico. Pródiga paleta, la de Verónica Murguía para además contarnos lo ruin de la existencia, cuando ante la desgracia ambiental el canalla, el asesino, el rufián que vende mantas y amaga con cuchillo… nunca se detiene para joder al vivo, para acorralarlo. Estamos ahí, dentro de la novela, en su interior de abismo; estamos en la posada con el peso del insomnio; tocándonos por todas las partes del cuerpo y de la piel, para no encontrarnos una serie de abscesos, mientras nos revolcamos de pavor en la yacija, mirándonos a cada uno como portadores de la peste.
       Así, con un toque artístico y refinado, Verónica Murguía utiliza su propio texto como un lienzo, como un cofre de purezas e imperfecciones de la humanidad. Un libro para saber que somos solo eso… vida y nada más.

Nada en la novela cuesta imaginárselo, puesto que uno ve amanecer en cada página, y en cada una de las murallas del reino. Amanece y anochece entre los caminos viles de parajes donde el enamorado y el criminal logran su cometido; entre los sitios de los curtidores y en los monasterios, las víctimas de la peste bubónica hieden y agonizan. Ahí mismo se está, como un testigo textual transportado; nosotros los lectores, las lectoras, sentados frente a la luz de la candela, en el instante en que el prior carmelita Jean de Venette nos abre su corazón y su mente a través de una plegaria escrita; para dejar una crónica del paso de la muerte. En medio de las visiones, en el cielo lucífugo, el prior, ha interpretado un suceso astronómico como una posible justificación del anticristo por la cual la humanidad ha recibido el castigo de la peste. Por culpa de un París en constante pecado.
       El cuarto jinete es un libro de claridad y cosa negra. Murguía sabe darle luminosidad, relieve y plasticidad. De la misma forma, con esa paleta de tonalidades de esperanza, pone espeso claroscuro. Pintora con palabras, escribe con amargos colores y alcanza actualidad hasta calar en el espejo de lo que somos, de lo que fuimos y seguimos siendo. Prueba de supervivencia e ingenio para la humanidad de nuevas y antiguas enfermedades, de viejas y parecidas costumbres cuando la tierra y los seres son expuestos a situaciones de riesgo; mismas que están por un lado, no sujetas a un inmediato reconocimiento de obtener la cura. De advertir el origen del contagio. Por otro rumbo, las mismas situaciones siempre esperan la especulación maliciosa de encontrar al otro como enemigo: áspero rival al que se utiliza para culpar y creer que todo ha sido por su mano. Los judíos, los flagelistas, los pecadores, los devotos, los miserables, los ingleses. Criminalizar, ofender; discriminar al otro, a la otra, ha sido un recurso para que hombres y mujeres no acepten los errores y la realidad del comportamiento de una sociedad decadente y atroz.
       El libro, la lectura; la obra maestra en sí que publica Verónica se convierte en reflejo del hoy, mirada crítica del ayer. Retrato similar al que encarnamos en plena pandemia de Covid en este existir 2022.

Urge decir que El cuarto jinete es poesía pura, orgullo de nunca mermar la historia con metáforas y logradísimos versos que de estar fuera del contenido coherente de la prosa, ¡créanme!, serían parte de un libro perfecto de poesía.
       Los trazos, esa manera de escribir con pincel, en Verónica Murguía adquieren contorno de inmersión en el paisaje de la proliferación de la peste negra. Vemos los cadáveres lanzados a las murallas de Caffa; allá vemos la pus abultada en las ingles de Jacques. La negruzca sangre como significados inocuos del terrible contagio. Acá, en el cuadro de 236 páginas de Murguía, observamos a los médicos, a los estudiantes identificar los síntomas y padecer esa maldición de conocer el proceso degenerativo de la enfermedad. Síntomas aquellos que uno detrás de otro anulan la vida del apestado. Aún así, quienes exponen su salud para ayudar y dar alivio o por lo menos una muerte menos desgarradora al contagiado, son ellos, quienes practican una forma del amor, una figura de respeto para entregarse al otro, para honrar a la otra; para entregarse al moribundo con caridad humana.
       Qué hay de la forma y el fondo; esmero en el que El cuarto jinete hace sensibles los momentos en que la peste se presenta en el cuerpo del personaje contagiado; estampa perversa donde se mira la axila y esa pústula maligna como signo inevitable de la pronta muerte. Novela con coro de voces, cada una nos cuenta su dolor, cada una su perspectiva de la epidemia. Novela repleta de ojos y de bocas; ojos de pintura, ojos de pintora escritora tiene Verónica que utiliza de manera brillante para contarnos un suceso visto por los ojos de otro ojo, por otras bocas se narra un mismo episodio... Es importante destacar cómo Verónica Murguía lanza dardos como máximas que ponen profundidad y revelación en la novela, tal como esta línea, nos lo muestra... todo lo revela en una pesadilla: Todos somos iguales ante la enfermedad.

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